EL YO SER DE DESEO

La curiosidad o el afán de conocer es tan sólo una forma de deseo.

Pues el yo aspira a ser y no sólo a conocer.

El deseo toma carácter serio, profundo, metafísico, sólo cuando no se contenta con el mero conocimiento, éste supone un objeto dado al que procura abarcar interiormente por un acto de contemplación. Pero el verdadero deseo se adelanta al objeto hacia el cual tiende: apresura  su advenimiento. Para él, objeto; posee un sentido y un valor que ponen en movimiento nuestra facultad de amar y de actuar y nos obligan a realizarlo.

El deseo nos incita a crearnos a nosotros mismos al colaborar en la creación del mundo. Porque el mundo no puede tener para nosotros otro sentido que el de permitirnos realizarnos al realizarlo.

La vida de la conciencia sólo puede resultarnos interesante cuando nos permite producir incesantemente nuestro propio ser al tiempo que producimos a nuestro alrededor un  orden mejor que es la prolongación de nosotros  mismos y del que somos responsables. Ahora bien solamente el deseo puede transformar el porvenir, en una meta que nos atraiga, nos obligue y nos parezca mas perfecta que todo lo que se encuentra ante nosotros. Las tres ideas de porvenir, de deseo y de bien son inseparables; se sostienen mutuamente; dan vida a la conciencia y significación al mundo.

El deseo nos permite captar en sus origen mismo toda la vida del yo.

El deseo supone la falta de algo. Pero el deseo no queda agotado con la sensación de carencia; es asimismo una aspiración hacia aquello de que carece. En la actividad que procura obtenerlo nos da de antemano una especie de posesión mas desinteresada y más espiritual que la que nos brindaría la realidad deseada.

El valor del deseo y su identidad con la vida misma se ven confirmados por el estado de la conciencia cuando el deseo la abandona. Pero la supresión del deseo crea una indiferencia total que es la muerte de la conciencia.