HABLA EL ARBOL

 

Por María Cristina Coccari

 

 

Hola, todos. Sólo por esta vez yo, el pino, voy a atreverme a hablar. No es que esté en mis rasgos visibles e indelebles de herencia hacerlo, pero la potente seducción de este momento me ha causado tal alboroto que he olvidado mi habitual silencio de árbol.

Quiero agradecer esta conjura de voluntades que me halagan con su preocupación y delicadas atenciones. Quedarán como suspendidas en la luz de este gran momento, cariñosas e ingrávidas, estas caras amables que me ponen luces y flores, que me calman la sed, que me sacan del oscuro rincón del olvido. Las guardaré con gratitud.

Con el pasar de los años la historia de la que he sido testigo se esfumaba cada vez más imprecisa y remota en su propia leyenda. Finalmente llegué a creer que sólo yo sabía de mi humilde presencia aquél 27 de agosto de 1949 viendo llegar el primer tren a Pinamar.

Está bien que yo era entonces sólo un niño, como dijo doña Valeria Guerrero, habrán leído ustedes: “Un tren tan enorme en medio de un desierto, porque, en ese momento, había en el lugar muy poca vegetación: apenas unas plantitas raquíticas, algún pastito y, lo demás, sólo arena”. Así se refiriere a mí la querida señora en su libro. ¡Pero era cierto!

Hacía sólo unos años que los peones del vivero que trabajaban con don Jorge Bunge me habían traído en un carro tirado por caballos. Estos pacíficos obreros, ojo experto en las baquías de las dunas, arquetipos en la mera vaciedad que debían forestar, pertenecen al pasado y podemos venerarlos sin riesgo. Nos trajeron a todos,  bebitos como yo, traqueteados y sedientos. Nos abrigaron con la tibia arena y nos dejaron en esa inmensa soledad, peleando valerosamente contra plagas, sequías y el médano viajero que no se quedaba quieto. Mi figura patética y valerosa creció junto a algunos sobrevivientes. Otros sucumbieron en aras de la civilización, que busca afianzar su estado artificial y precario sometiendo a la naturaleza a una desatinada depredación. Pero el que sobrevive a los otros es de algún modo los otros.

Un día vi  que cuadrillas afanosas extendían rieles y aseguraban durmientes. Otras, pertenecientes a aquel grupo que dibujó el tenue tejido urbano y me acunó en este médano, construían una casilla para la estación, un andén y galponcitos. De vez en cuando aparecía el ingeniero, transformador de terrenos incultos en gratos espacios  humanos. Trazó un sendero de tierra para comunicar toda esa instalación con el camino principal que llevaba a la embrionaria villa. Con orgullo un bello día vi un cartel que proclamaba el nombre de la villa: PINAMAR. Allí estábamos nosotros, los pinos,  formando parte ese nombre, en convergencia fecunda con los rieles y el camino.

Luego del rico proceso de esa noche estalló el gran día: Mi imaginación restaura la escena  color celeste y blanca pintada de banderas. Automóviles, carros, gente del pueblo, una gran campana que me ahuyentó el silencio y muchos empleados que me ahuyentaron la soledad.

Llegó el jefe, don Ismael Barabino y juntos esperamos la llegada del primer convoy.

Remoto trémolo in crescendo comenzó a escucharse. La pequeña figura se agrandaba con ánimo implacable haciendo crecer el estruendo de la poderosa máquina.

Vimos acercarse el monstruo ruidoso con una mezcla de pavor y alegría. Quienes llegaban sobre el tren agitaban blancos pañuelos. Allí venían doña Valeria y su esposo don Juan Pablo, con el Intendente de Madariaga, la plana mayor del Ferrocarril Roca y el representante del Gobernador Mercante. Quienes estábamos esperando junto a don Jorge Bunge y el jefe Barabino,  teníamos el corazón lleno júbilo ante tal manifestación de memorable esplendor.

Desde ese día no volví a estar solo. Dos veces por día llegaban obreros y patrones, señoras y domésticas, turistas y residentes, viajantes, vendedores. A mi alrededor creció el trajín de toda estación,  mientras yo iba adquiriendo los caracteres de mi adultez. A la serie de experiencias felices se sumó la del nido de zorzales con su música sutil.

A la frustración que trajo la suspensión de la llegada de trenes sobrevino la alegría de ver aparecer en el vecindario casas con familias, comercios importantes como Barros y Cuagliarela. Cuando llegaron las máquinas para abrir la calle Constitución temblé por mis aves y por mí, pero Pinamar S.A., custodia del ideal fundacional, me dejó aquí, en medio de una de las calles más importantes de la ciudad.

Un día supe que Adela había presentado un proyecto para cuidarme, con un diseño muy bonito de Laureana, aprobado por el Consejo Deliberante. Mucho ha luchado este grupo de amigos para llevarlo a cabo, ante una inextrincable red de artificios burocráticos que se ramifican y se desprenden unos de otros, como yo. Pero aquí estamos. Gracias a  la convergencia fecunda de vecinos: Adela Cáffaro, Arquitecta Linares, vivero Barabino, Imprenta Barros, Casa Cuagliarella, ingeniero Caro, Ingeniero Mason y todos ustedes, queridos amigos.

Se ha rescatado un lugar histórico, se ha embellecido una arteria de la ciudad, se ha otorgado un rasgo distintivo propio al sitio y se ha guardado en la memoria colectiva el nombre de un querido vecino.  Vengan a ver cómo luzco ahora.

Ferrocarril Sud – Desvío a los médanos